viernes, 5 de octubre de 2007

UN SILENCIOSO RAMO DE VIOLETAS de "EL libro de Juan"

«Siempre había en el centro de la mesa
de nuestro comedor
como un desquite de la vulgaridad de la existencia
de la sorda llovizna de las horas,
un silencioso ramo de violetas».

Pedro Miguel Obligado
«Elegía a la muerte de las violetas»

Si uno mira la casa en el atardecer, observará las lámparas que lentamente se van encendiendo; una luz velada en la sala de estar que da al jardín, una intensa y agresiva en el cuarto de los chicos, la cocina se ilumina de improviso con un rojizo resplandor de fuego y cortinas de cuadros, blancas y rojas, finalmente cuando ya la luna levanta, alguien enciende los faroles del parque y entonces la casa adquiere una imagen de cuento infantil, a veces ladra un perro que dormía bajo los olmos y una mano presurosa abre la puerta enrejada y lo incorpora a la protección de la luz. Cuando regreso del trabajo desviándome de la calle principal, me detengo a contemplar la casa, amorosamente, como si la fuera aprendiendo día tras día; a veces han descorrido los visillos del comedor y se ve la mesa preparada para la cena y uno puede imaginar el ruido de las vajillas al ser depositadas sobre el mantel siempre blanco y tal vez una criada coloque en el centro un ramito de violetas; las hay a millares en los canteros un poco desprolijos del parque, donde los olmos y las plantas de siempre-vivas y prímulas parecen crecer a su antojo, sin demasiada intervención de manos extrañas. La casa está en el suburbio de Santa Teresa, casi en el límite con la llanura y seguramente desde sus ventanas se ven los campos cultivados y la laguna del Virrey.
Hay una suerte de cobertizo o galpón cuyas paredes de piedra ha cubierto íntegramente la hiedra trepadora; desde la distancia que observo no puedo precisar si se trata de un establo o simplemente un depósito de herramientas donde el señor mayor, utilizando una mesa de carpintero, hará relojes que recuerden a su aldea lejana, de madera lustrada y pintados a mano con detalles de flores, guirnaldas de lilas sostenidas por querubines y casitas diminutas como un confite. Nunca hay nadie en el jardín pero a veces en el atardecer, todavía se balancea el sillón hamaca de mimbre que han colocado en la galería, tal vez para la señora grande que lo ha abandonado al caer el sol y las hamacas de los chicos, sostenidas por gruesas sogas de una rama de pino, se mueven aún al viento suave de la tarde.
La casa es de un estilo confuso, las paredes encaladas no han resistido el paso de los años pero hermosas ventanas de roble se abren en toda su estructura, de tal forma que uno puede pensar que ha atrapado la luz en todos los rincones. En el atardecer semeja una gran paloma, cálida y maternal, posada sobre el terreno llano, no grácil, sino pesada y grave.
A veces atravieso el bajo muro de piedra que marca los límites del parque, entonces alcanzo a ver el gran piano de concierto de la sala, lo cubre un mantón de Manila de flores bordadas y largos flecos y sobre él abalorios y porta-retratos. Seguramente la señora de la casa o tal vez su hermana que se repone de una grave enfermedad, ejecutan con él después de la cena, llenando de sonidos armoniosos la casa, la Polonesa de Chopín o el Claro de Luna de Debussy o esos aires infantiles de la baja Europa, para que los chicos canten o bailen moviendo con gracia sus cuerpos núbiles.
En el ala izquierda, separado del resto de las habitaciones por un pozo de sombra, está el gabinete de trabajo del señor. Los cristales burilados apenas dejan pasar una luz tenue, sin embargo suficiente para presentir, más que ver, las altas bibliotecas y el escritorio de nogal macizo, sobre el que hay un globo terráqueo y un porta pipas de bronce repujado.
Las traducciones y trabajos literarios del señor le demandarán sin duda largas horas de estudio; a veces han aparecido en diarios locales, textos misteriosos y profundos sobre temas orientales y poemas, pero a juzgar por su correspondencia a países europeos, casi todo el material es girado a universidades y centros de altos estudios. Recuerdo que leí en un periódico del pueblo su traducción de un poeta francés: «Ese techo tranquilo que surcan las palomas...», sobre un cementerio en el mar; imagino al señor pensando en ese cementerio marino mientras mira a través de los cristales los cereales distantes, moviéndose en el viento y en el liso verde de la pampa. Una profundidad por otra. Un mar por otro, más terco y agresivo.
Aunque no puedo verlos, imagino que en las alcobas hay grandes armarios de roble o nogal, maderas nobles, salvo en el cuarto de los chicos donde livianas cajas blancas cobijan trenes y muñecas y un payaso de enorme nariz vestido de seda azul y con cinturón de piedras.
En lo que debe ser el dormitorio de la señora mayor hay todo el día una tenue luz, cuyo resplandor filtra hacia afuera, quizás una vela encendida para adorar la imagen de la Virgen Milagrosa o el Niño Moreno, cuyos ojos están cruzados por estrías de sangre. También allí, en un pequeño potiche de porcelana, un frágil ramo de violetas. La señora mayor abandona raramente sus habitaciones, salvo en las horas de más luz, donde baja al claro comedor o se aventura al jardín para mecerse en su sillón mirando los olmos y la línea de prímulas salvajes.
Santa Teresa es una pequeña población rural, clavada en la pampa húmeda; como tantas otras es un caserío bajo levantado alrededor de un antiguo fortín que avanza sobre territorio indio; los salvajes dueños de la tierra fueron exterminados y hoy por sus calles circulan maquinarias agrícolas y gente rubicunda y feroz que habla de cosechas y del estado del tiempo y luego calla como si se percatara de los muertos que empujan debajo de los terrones húmedos para cumplir su ciclo de floración y semilla. La casa fue construida lejos del trazado de la calle ancha sombreada por los plátanos, en un sendero lateral que nadie transita porque más allá sólo está el campo y su infinidad dorada. No hay jardines en Santa Teresa; sólo tristes parcelas cubiertas de una hierba dura y pertinaz; los pobladores no pesan sobre la tierra, en agosto el viento las barre y el desierto vuelve a instalarse, oponiéndose a esa invasión porfiada de los extraños. Sólo la casa resiste, encendida como una muchacha de fuego en el atardecer, en un silencio pleno de latidos. Defendiendo tal vez el esplendor de la vida y su misterio.
En el piso de cerámica talaverana de la galería, he visto a veces posarse calandrias y torcazas; nadie las ahuyenta y las aves picotean diminutas semillas e insectos en las grietas que el tiempo va abriendo en los bloques esmaltados; hay días que otros pájaros, más audaces y oscuros, pasan en vuelo rasante sobre los tejados, se agrupan en el atardecer y su sombra temible hace vacilar la luz del crepúsculo. Es la hora en que las campanas de la iglesia del pueblo llegan hasta la casa y sobresaltan a las grandes bandadas; es un solo instante y el silencio de la casa parece estallar en miles de vidriecitos de colores, como si algo se perdiera definitivamente en la tarde. Entonces quizá la señora mayor se santigüe. «Ha pasado un ángel» dirá a los chicos y estos sonreirán con una mezcla de bondad y burla.
Nadie sabe quién construyó la casa pero todos en el pueblo recuerdan cuando la familia se instaló, mi padre era peón changador y ayudó con los pesados bultos y vio a la señora sujetando su pelo castaño con una cinta azul y corriendo detrás de los chicos que alborotaban en el jardín abandonado. Mi padre la amó en un instante, como si recibiera un atado de flores frescas recién abiertas al rocío, un gran ramo verde y amarillo.
Nunca más habló de ella para que las palabras no estropearan ese recuerdo, ese don inmerecido. A veces un perro flaco roza mis piernas cuando estoy mirando la casa y su música secreta que no cesa.
Sólo hubo un tiempo fugaz y terrible en que esa música se quebró. Fue cuando los lugareños descubrieron los cuerpos mutilados, había sangre fresca en el umbral y los muertos yacían sobre la gran mesa del comedor, entre alimentos descompuestos y violetas esparcidas en el sucio mantel. La cabeza de los niños casi separada del tronco a cuchilladas y la señora mayor con las manos cortadas de donde alguien había arrebatado el precioso anillo de esmeraldas. Habían sido sorprendidos por una horda de asesinos ebrios, la cabeza del señor había caído sobre un libro de viajes con el cuchillo clavado en su garganta, aún sus ojos estupefactos miraban el horror, la mujer con las ropas desgarradas manoseada por la jauría y los golpes de su cráneo chocando contra las paredes, una vez y otra vez, más allá de la agonía y la muerte.
Los sepultaron a todos en el cementerio del pueblo.
Estuvieron poco tiempo allí Volvieron y aún están en la casa poblando de dulzura el recinto inviolado de la tarde, cada uno en sus ritos secretos, sus vidas esparcidas en el viento de la llanura, su fragancia persistente y a su vez mínima como un silencioso ramo de violetas.
Yo fui uno de esos cuchillos. En la cárcel aprendí a leer y los médicos me obligaban a pensar día tras día en el crimen. Cuando al final me dejaron libre, era casi un viejo, un viejo regresando en cada atardecer hasta el muro de piedra de la casa. Nadie entendió que yo esperaba esta luz que las paredes recogen, que la miro vivir, tarde tras tarde, a veces de rodillas, otras trepado en lo alto del molino, sabiendo, debiendo saber que la música no acaba, que el zarpazo brutal apenas si había herido la sonrisa de los chicos y el mantel blanco con su potiche de porcelana y que Alguien, Algo, en un remoto lugar, había perdonado.

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