lunes, 10 de marzo de 2008

DONDE HAY MUERTOS CON LOS OJOS ABIERTOS de "El libro de Juan"

La tumba está echada sobre el costado oeste de la ciudad, como un animal silencioso que muerde su rebanada de pan.
Hace apenas dos días, el amor se ha dormido con los ojos abiertos, fatigado de las últimas alabanzas y de las míseras coronas de laurel arrojadas sobre la borda del misterio.
Supongo que navega por canales secretos como un ahogado tenaz, aquel que aparece entre la niebla de los muelles con la boca llena de hiedras y pedacitos de coral.
Por ahora paga el silencio, entre la alarma de los que lo amaron y la frágil, desdichada ceniza de las manos.
No frecuenta ejercicios de nostalgia sino la turbia intensidad del olvido (he aquí la grave palabra), capaz de desgajarlo en ramitas doradas y en briznas de costumbres pegajosas y livianas.
Este pájaro hueco ha llevado la sabiduría en el pecho y hoy sólo conoce a través de los otros, los que velaron una tarde y una noche entre pinos efímeros, sin una sola lágrima, por si acaso resucitara.
También yo he velado inclinada sobre la tierra y después sentada sobre un claro del verde, pensando en las cercanías de Adolfo de Ferrari, que me fueron dadas de una manera tan conmovedora y que hoy pierdo en un túmulo de afrenta y de silencio.
Comí su pan y respiré su aire y anduve tras la severidad de su juventud en el asombro permanente de los ojos, allí donde sacaba a relucir el alma de las cosas. Y en esa especie de piedad con que tocaba lo que estaba ciego y gemía.
Tal vez una mariposa azul con pequeños círculos dorados y una glacial sabiduría del universo, pueda darnos ahora las respuestas que esperábamos de él o enseñarnos lo que debemos mirar entre el ala de una gaviota y el mar, el punto preciso donde el doloroso esfuerzo se resuelve en una esplendidez presente.
Hombre profundo perdido entre las vaguedades de la muerte, quebrado como un tordo de hierbas, allí donde quedan los espacios clausurados y hay una oscuridad tenaz que acosa, yo me rebelo y lloro.
Saldremos a buscarlo en la época de las lagartijas y las azaleas, cuando el sol cae de plano sobre el mantel blanco, sin sospechar que está triste y débil por la sangre perdida y cantaremos nuevamente la inútil alabanza de la naturaleza.
Pero el rastro se irá perdiendo si una delicada exactitud no guía nuestros pasos. Si no sabemos de una manera profunda que hay lugares azotados donde quedan los muertos con los ojos abiertos.
Esta frágil desdicha, esta distinción de la memoria, puede ayudarnos a hilar la fina trama de la sabiduría, el amor cincelado que alza la cabeza con los teros y vigila en los charcos el estallido de la verdad o de la luz.
“Lástima, hermoso, que te hayas desprendido de la pequeña tierra”.
En el viento helado de este invierno, todo está por cumplirse. Este muerto acechante entre las sombras leves, ¿no fue, no es acaso el pueblo de fragante esplendor, aquel que codiciábamos en la noche y por cuyas calles quisimos caminar, con un sombrero de encaje y una moneda de plata apretada en el puño?