martes, 25 de septiembre de 2007

LA CASA DEL MAESTRO de "El libro de Juan"

Para Adolfo de Ferrari

Se tarda años en llegar a la casa del maestro.
No es porque la casa esté lejos, no, apenas en una calle en Santa María donde estacionan camiones fleteros y hasta algún carro con verduras.
Lo difícil es la decisión.
Uno piensa en esa puerta enrejada, y en él sobre todo, más que en sus máscaras africanas —yo fui una máscara antes, bailaba sostenida de un palito, un horror con dientes, los dientes son malditos— él con su abrigo de monjecito de clausura, el vientre hinchado y los ojos de violetas sumergidas.
Te reís, sólo Elisabeth Taylor y él tienen ojos de violetas sumergidas. Y además no me importa tu risa ni tus juicios sepulcrales, losa de sepulcro eso sos para las frágiles ramitas de la poesía, enterrador, querido, eso sos.
Ya todos sabemos que él estará esperando con vino y un trozo de queso, pero cuesta pasar por el vestíbulo de amplias mamparas inglesas y dejar el abrigo en un tocador —porque se llama tocador, maldito— sabiendo que de la jabonera puede emerger un fauno de yeso o que suspendido sobre el inodoro cuelga un cuadro de Picasso, mi Dios, las patas de un caballo diciendo todo lo que es posible decir en el mundo.
Por eso uno lo posterga. ¿Cómo te va? Bastante bien, imagínate, compré una casa antigua y la restauré, moví todos los ambientes, hice de la cocina un estudio y ceno en el escritorio pomposo, asando trozos de carne en la chimenea, y además tal vez me enamore, como distracción, digo, no sé qué hacer con mi desesperación.
Todas esas futilezas, imaginaciones, se doblan en un pañuelo cuando uno entra en la casa del maestro y el monjecito, atildado, humilde, se convierte en un vozarrón terrible que deshace, impreca, tira por el suelo nuestros borradores, nos insulta porque no sabemos ver una línea de Spilimbergo, sigue insultándonos si fingimos verla, nos arrebata los originales, meses de trajinar con la Olivetti, hace un ademán obsceno y los arroja por detrás de su hombro, oh, al final ese original prolijito otra vez en la basura.
¿Por qué venimos a verlo? Lo peor es cuando bosteza, qué gracia el tiempo, se va durmiendo, qué gracia el tiempo que acaba con esta basura, tan cruel el tiempo. Por eso te decía, cuesta años llegar a la casa del maestro.
Y no es que a mí me importen sus máscaras y maniquíes terribles, muñecas descabezadas, restos de utensilios inútiles, el brazo de yeso de un gladiador, las lentejas en un ánfora griega y los granos de café en una urna funeraria de los diaguitas, sino la manera en que todo ese caos se planta en él, se levanta en él formando una trama fina y clara, la penetrante pureza, la abyecta pureza de la simplicidad.
Yo explico a veces, aunque es inútil, mi demoroso andar por la literatura, pero no le importa, pretende verme como un muñeco sangriento, pero con forma de algo, un suceso, de manera que todo mi andamiaje —una pirámide de fósforos— cae estrepitosamente y me convence de mi desnudez, toda esa hojarasca, maestro, es que yo pienso en la muerte, me mira como fulminándome.

Te cuento que yo llevo como siempre piedrecillas brillantes de la playa de Valparaíso, un caracol de Isla Negra que me regaló Neruda junto con un soneto y la moneda antigua que tiene los bordes rotos y simula un cáliz. Él mira esas prendas de amistad, y las rechaza fastidiado, no hay sonido en estas cosas, dice, ni un leve rumor, son restos del naufragio, no sirven.
En otras oportunidades más oportunas toma mi mano y miramos la lluvia caer en el patio embaldosado, donde las gárgolas arrojan hilos oscuros y las hojas de los jazmines tiemblan apenas. Pero no nombrar esa planta deleznable, que él rechaza con gestos de fastidio, dado que había escuchado lo de los trémulos jazmines —Saint John Perse, creo— abjurando del calificativo y por añadidura de las pobres florcitas, que nada que ver.
El atosigamiento espiritual puede ser fatigoso.
Su manera de resolver el mundo complicaba, ahora lo sé, un inventario de las ruinas y esa tarea en extremo lacerante, abarcaba todo lo más amado, desde la sonrisa de un chico —en la sonrisa el chico no espera, gesticula— hasta el macizo de rosas opulentas —todo lo que oculta el hueso— donde yo regodeaba mis instintos artísticos, le has puesto un broche al maniquí de cartón, pero no reparaste en su desnudez, en las cuencas vacías, en las piernas que son un armazón de madera pintada.
Esa manera de reparar en el mundo, de soslayo, abro la puerta, espío y cierro la puerta, comenzaba a envenenar mis escritos en ese tiempo sin dioses en que había optado por una cercanía de la literatura, que es escribir, trazos lejanos de la poesía, la innombrable.
Pero me contagiaba su tristeza ante cada obra concluida, qué tristeza haber enmarcado la obra o mostrarla o ceder al embrujo de las ediciones, todo ese oropel ruinoso que se mostraba, juntar dos o tres piedras y no en el túmulo sagrado, el totem donde finalizan los sonidos, la sola, única vez en que el poeta debe hablar, sino todo lo otro, comunicarse, llevar hacia la gente que es preciosa y conoce, los íntimos flagelos del alma. ¡Qué ruindad!, decía, como quien ofrece la piel de una serpiente, la piel que contuvo el bicho sacrílego y mortal, bailotea, ¡qué ruindad!
También sabía engañarlo, afirmaba la autoría de preciosos poemas, cedía sin compasión a la tentación del robo, escuche maestro y él silbaba despreocupado, no le importaba el precioso poema de Ungaretti o Salvatore Quasimodo, ni mi traducción de Leopardi, abría los brazos, ahora el maniquí vestido con falda de yeso avanza, es una presencia, pero de algo frío y envejecido, bloqueado por la emoción, decía.
Sí, era difícil llegar a la casa del maestro. Fui, no obstante, ese día de mayo de grandes nubarrones de frío —no te rías, grandes nubarrones no se dice, más bien frío en grandes nubes o el frío que vos y yo sentimos esa tarde de Callao en que Felipe fue golpeado y muerto, pero no se trata de eso, bueno, no molestes entonces con irritantes correcciones— fui ese día de mayo en que tenía 33 años y era en el mismo tiempo de la crucifixión, el que me quiera deje a su mujer y a sus hijos y sígame, no es exactamente así el texto bíblico, no se dice texto bíblico sino evangélico, Dios mío, las brechas de tu cultura religiosa.
Yo sé que al maestro no le importaba lo que había hecho hasta los 33 años, no tiene importancia, decía, no tiene importancia, todo vale lo que el instante, pucha, la mano ensobradora de cartas interminables, la mano laboriosa que aprende a cocinar y bordar, la mano arcillosa y trémula, enjuga las lágrimas, acaricia, de improviso da un zarpazo y bueno, ahí está la cosa gloriosa, húmeda, recién nacida, apresada entre los dedos tenaces, respirando. Es aceitosa y frágil, resbala, tiene olor de sangre pero también un frescor que para qué comparar con algo, no importa lo que hayas vivido hasta entonces —la última en la procesión de antorchas— sino el momento que está en tus manos y ya se escapa, pero la tocaste, maldito, la tocaste y ya no serás el mismo, habrás entrevisto —se fugan las aristas— una simple y aguda zona del conocimiento
Él se equivoca, no vayas a creer, me insulta porque piensa que rondo las cercanías de la promesa; le cuento de mis muertos para agredirlo, sofocarlo, la calle que comienza a sangrar apenas uno traspone el vestíbulo de mamparas inglesas y me mira con curiosidad, pero usted está bien ¿no? Le cuento la anécdota del gato en el incendio del Museo y ahora está comiendo un poco de queso y hace una pausa ¿ésto tiene algo que ver con lo que estábamos hablando? No, no tiene nada que ver, es simplemente que estoy dolorida, hastiada, no sé para qué ni para quién escribo, quiero irme con los mapuches, la rabia transformada en odio, van a matarme, usted no significa nada en este país andrajoso, habla al viento, a las paredes, a la nada.
¡Pobre! dice como quien repara en una rama seca —“maduro un oficio tan extraño que sólo es posible para los dioses y las piedras; en esta tremenda dignidad no hay colaboración posible con la vida”— me cita pausadamente. Eso estaba bastante bien ,¿por qué fue dicho? No, no es que tenga algo que ver con la creación, es simplemente sonoro, preciso. Siempre lejos de la verdad, por supuesto.
Sus alabanzas son como aristas de diamante, precisas y cortantes, sirven a la perfecta forma del cuchillo.
Yo vi sus cuadros colgados, ahora vas a ver, yo vi sus cuadros colgados en la última sala del Museo de Bellas Artes, en Buenos Aíres, República Argentina, no se equivoque de país, de ciudad y era un homenaje al maestro muerto, usted ya estaba muerto lo habían colgado como de limosna, sin luz, toda su obra sepultada por la estupidez de la burocracia y entonces lo vi tal como lo ven, un precioso adorno de más, unos cuantos óleos, prescindible, fugitivo.
Todo comienza a converger hacia esa fuga, dice el maestro, toda materia esconde el huevo de la ruina, usted no maneja esencias, no importa el destino, la destrucción, la muerte, lo único que importa es que existieron en este lugar, en este país, en esta ciudad de la Trinidad y usted las vio y se dolió, quizá también ha llorado.
He llorado, pero no como en ese día en que fui a la casa del maestro, vos sabés lo que cuesta llegar allá, tas piernas comienzan a fatigarse por las veredas de baldosas desiguales, no importa de cuántas formas nos hemos negado a ese misterio, esa absurda farsa, pero esa negativa nos ha permitido vivir, transcurrir por el desierto con los labios pintados, cada anochecer frente a una copa o una caza de café el ejército de desterrados contaba sus lágrimas, veintiséis millones de lágrimas, marginados de Santa Maria, oscuros huesos provinciales, el lago de los ahogados. Puedo sentirlas aún sobre mis hombros, es claro, son las dulces parábolas en que se resuelven mis días, tu cercanía.
Pero una tarde hace frío y la memoria está llena de briznas y pájaros que doblan sus alas sobre e color celeste, otra metáfora idiota, el celeste es un lastre increíble, la más insostenible de las paradojas, allí fui, mi amor, con treinta y tres años duros, a una mueca de la vejez.
Ahora preguntás por qué no hablé antes de esa casa, o del día que vi sus manuscritos quemados en un balde de lata y qué especie de sangre chirle, flojona, me recorre las venas, porque todo el mundo mata lo que ama, pero hay cierta dignidad en hacerlo por propia mano y no por medio de un sirviente oscuro y lascivo. Y lo preguntás porque te movés directamente al centro de la impiedad, allí donde hay palabras innombrables y la muerte recorta sus agudas hojas.
Atravesando el patio de helechos hay una escalera de roble que conduce a un largo pasillo y allí, sentado en su mecedora de mimbre, estaba él, en ese pasillo al que dan tantas puertas que se abren a la claridad, a la sorpresa, mirar por encima del hombro, retroceder.
Y todas esas puertas estaban clausuradas, martilladas con pesados clavos, rotas en una obstinación de clausura.
Maestro, mi voz venía de remotas estaciones de desdicha, he llegado. Trate de escucharme porque sólo esta vez y no otra, hablaré.
Yo supe siempre que usted estaba allí, como una perdón del milagro estafándolo miserable, estaba siempre en su casa de Santa María, mientras yo tropezaba con el amor, me detenía absorta ante los ojos del hijo, ese vasito de frescura, convergía hacia las calles flageladas de mi patria, entraba en los hospitales a vender mis entrañas por unos días más de vida, prendía velas enceradas que recortaban las caras de mis amigos, los llevaba en los labios, recorría los basurales buscando la campera gris del fusilado, su juego de lápices, el llavero que sólo abriría las puertas del infierno.
Entienda que en ese itinerario se me perdió la preciosa zona de puertas abiertas por donde usted pasaba tranquilamente, más allá de los cristales con lluvia, a veces entreveía su sombra, su olor de antiguos robles y volvía a perderme, un jardín, otro jardín y las palomas agudas desaparecían, las encontraba clavadas en los postes, no estaban sus ojos y esa era la revuelta, mientras usted marcaba la guerra total, desprendía el espíritu como una cáscara, cercaba y mordía el perfecto instante, cincelaba una estoica campana de llamada.
No es fatal que otros desconocieran su casa en la calle empedrada. Lo fatal son los años que tardó para llegar al vestíbulo de mármol y helechos y al remoto estudio y ahora llegó y debe responderme, aún no he preguntado por qué estas puertas clavadas y qué especie de atroz imaginería se esconde tras las maderas violentadas y quiero saberlo, todo quiero saberlo, porque me sangran las rodillas pero mis ojos dolorosamente abiertos están en usted, desplegados en usted como una gran lazo de ramas de laurel.
Usted, monjecito, perla negra, único hombre en Santa María que abarca el universo y lo resuelve con fría precisión, usted, dispensador de dones, altísimo y severo surtidor de frescura en la tierra quemada del Sur, usted diciendo que no, alzándose sobre la rebelión, usted viejo de vientre hinchado y zapatillas de tela marrón, usted renegando de amores, hijos, patrias desdichadas e inmóviles, usted, luz prendida, debe responderme.
Sé que lo llamaron de la Presidencia, una especie de homenaje y abandonó el banquete furioso porque alguien puso a su lado una ridícula funcionaria de la cultura. Sé que pasó entre los soldados erguidos y los oropeles mayores con implacable determinación, dejando atrás ese roce con la equivocación. Sé que vociferó contra sus discípulos acerca
de la ridiculez del acto y después estuvo llorando, un instante, sólo un instante me dijeron, hasta que la tarde descendió vertiginosa y opulenta y usted estaba en su estudio hojeando unos dibujos y nada había pasado, sólo una olla de agua hirviendo derramada, por suerte no hubo víctimas.
Sé que resistió después de ese episodio en una agria soledad; los suplementos dominicales de los grandes matutinos olvidaron mencionarlo al pasar, los académicos cristalizados o inmóviles detenían la vanguardia, exigían una vejez definitiva, posaban como señores de la mejor tradición griega, absortos y tensos, olvidando que los sillones dorados estaban plantados sobre el cuerpo enjuto de una república macilenta. De un país traicionado y escupido que nada tenía que ver con usted, la piedra brillante caída en el lago cenagoso.
Esas cosas las supe por vecinos, amigos y no me he conmovido. Las tardes en que debí estar en la puerta de su casa, esperando, las gasté en la vana frivolidad de los diálogos intimistas, en el recuento de las propias heridas, en el sabor a sangre vieja de la impotencia. Lucha contra la muerte, lucha por salvar pedazos del amor, por sentarlo en su sillón de malvas, lucha con la palabra huidiza, terrible, por volver a ser una chica de cinco años apenas renunciando a vivir, sentada en un umbral esperando que lleguen las mariposas.
Pero he llegado, maestro. No sé si es tarde o vano, pero necesito su respuesta. Cuántas veces, de noche, en la puerta de canceles, atisbó por el frío mi sombra, preparó el queso con el fragante vino y se puso a pensar en las viñas. Entonces, fugazmente, recordaba la muerte, la losa de los sepulcros, un travertino espeso y los pájaros fríos en el tórax. Dialogaba con mi sombra —le iba diciendo como se lee una hoja de vid o mejor una nuez abierta, si usted no aprende a leer no sabrá nunca qué palabra se esconde detrás de los objetos y nombrará la apariencia, pero no le digo, le enseño con los dedos gruesos recorriendo las nervaduras, la exacta disimilitud de ese universo desplegado— pero mi sombra era un papel amigado sobre e escritorio, yo, la frágil muerta precipitándose a la vida, sorbiendo el jugo de los frutos prohibidos, lejos de la delicada precisión, mi amor, debe responderme.
Sabe distinguir la agonía, el punto oscuro en el vientre desde donde comienza la corrupción, pero yo no busco la salvación, nadie quiere salvarse en este país, sólo apretar los dientes y proseguir hasta que las montañas se quiebren y nos sepulten en la indignidad.
Sabe distinguir la agonía, apartarse, usted, muñeco creador, tomándole el pulso a toda cosa con vida. En un país donde crecen los robles, me dijo, y cae la nieve y en otoño se ven grandes pájaros violetas y la pampa de sal canta bajo el sol, usted, pequeño hueso, fatiga, ensuciando la materia clara, escondiendo la música, obstinándose en la muerte.
Ya no hay tiempo, maestro, escuche conmigo las campanas, el golpe ha acertado en el costado desprotegido, el himno de la muerte crece como en una catedral de hierbas y telas de oro, nos están sepultando maestro, no me deje vivir con la muerte.
No quiero violar estas clausuras, quiero explicármelas, acceder a su misterio final que resume la gloria y el dolor y es como un animal brillante, la cabeza erguida y en la boca hilachas de tristeza.
En Santa Maria hablan de usted, dicen que ha muerto o que lo han matado —para el caso es lo mismo— y en las direcciones de cultura pequeños seres hechos de cartón sonríen de una miserable libertad, entrecierran los ojos oscuros, miran a través de una grieta de la puerta y se retiran, saludan como ásperos odres que pudieron contener el agua y sólo arrastran puñados de sal.
Han avanzado, maestro, están en todas partes como hormigas invasoras, comen las tiernas hojas, enfatizan, dialogan con veintiséis millones de sombras, dejan su rastro de corrupción en la mañana, mastican las rebanadas de pan y las arrojan a los cerdos.
Cerdos triunfantes, maestro, yo los ayudé a embestir los vallados y a sentarse en los rojos sillones, yo los dejé pasar porque sus gruñidos me espantaron, eran demasiados, pensaba que su delicadeza resistía tras las amplias mamparas de cristal inglés.
Así le hablé a aquella figura sentada en su mecedora de mimbre en el pasillo al que daban las puertas clausuradas, sabiendo, debiendo saber que los muertos no responden pero allí estaba su lacerado corazón y las puertas de macizo roble clavadas con furiosa determinación y entonces supe —si saber puede llamarse a esa fría clarividencia— que aún restaba una dolorosa lección por aprender, entre todas las que se habían perdido en la hojarasca de los días.
Vos has vivido en el desierto, entre las piedras y sabés lo que es la sequedad. Has pisado la pampa de sal que se extiende más allá de las cordilleras y has perseguido en los terrones gredosos del valle de la luna, un rastro, un vestigio de vida. Has caminado hasta encontrar una rama raquítica de un arbusto, una señal de verde y has sentido tu tórax ensancharse, la corriente de aire fresco pasa a través del clima frío y liso como una losa de mármol.
Por eso vos, querido habitante de estas landas miserables, sabés que he aprendido la lección, me mirás con un extraño esplendor, has golpeado mi puerta, me encontraste muerta o casi muerta en el pasillo al que dan las puertas clausuradas y has pensado.
Se tarda años en llegar a la casa del maestro.

* Crónicas del desastre, inédito, 1979

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