jueves, 7 de febrero de 2008

EL RUIDO DEL VIENTO de "El libro de Juan"

DESENCUENTRO Y PARTIDA
Válgame Dios, qué cansada me siento.
(Libro de la Madre Teresa de Jesús, libro III Capítulo 15)


Es como si la hubiera visto morirse, ese 4 de octubre de 1582, tratando de apartar con las manos toda un área de tinieblas que la rodeaba.
Aún persistía el flujo de sangre, pero tendía a inmovilizarse, también el aire, sus dedos en el crucifijo, los pequeños espasmos que la recorrían, todo iba resumiéndose en una fijeza, una acumulación de cristales, el lento transcurrir de un cuerpo lanzado a las basuras de la noche.
Vencían los rezos de las monjas, el perfume del incienso, los pañuelos con agua florida, mientras ella pujaba por destrabarse de sus vísceras, expulsar esos demonios líquidos que saltaban sobre los órganos vencidos y los obligaban a contraerse, a desplegar su lacerada intimidad.
Era como una posesión y a su vez una misteriosa libertad, cada aullido penetraba y se movía por un páramo seco, luego salía al exterior, se perdía.
Un cuerpo que iba a ser repartido entre los sobrevivientes, aquellos que espiaban las contracciones y rogaban que el infierno cesara.
La muerte tiene maneras de vieja lasciva, siempre repite los mismos gestos, obliga a un diálogo demente. Usa el idioma de los enemigos, mientras muestra su carne putrefacta. Y en vano entonces uno arrima rosas y corona sus sienes de laureles y trata de rescatar esa muerta de todos los otros muertos que la acompañan en una catástrofe de cenizas y recuerdos.
Esa catástrofe donde los vivos se reparten las ruinas de una sonrisa y un montoncito de tejidos cálidos que la tierra tratará de convertir en una hoja de roble, una flor seca, algo anónimo y sin sonido.
Porque es algo abyecto asomarse a la muerte de otro, más en este caso, cuando hay que dejar sitio a arcángeles y a bienaventurados que pugnan por acercarse al lecho y coronarlo de esplendor.
Esa liturgia que ya fue pensada y en vano entonces nosotros tratamos de familiarizarnos con la muerte, cercana de murmullos, jadeos, para comprenderla, hacerla realizable.
Cuando tanto mejor sería erguir un coro de suplicantes y llorar desde la inmensidad del canto, por todos los muertos que vendrán a perturbarnos, los que a través de los siglos nos confinarán al destierro, a la nostalgia de la justicia, a la soledad del amor compartido.
O tal vez no llorar, tan sólo esperar a través de los años que esta muerte se revista de la suficiente solemnidad, vaya armando sus cáscaras, eligiendo el lugar de la existencia.
Como lo hemos elegido nosotros que estamos vivos, pero no tanto, destrabando las palabras que ella escribió para ser leídas cuatrocientos años después, como si necesitaran ese respiro, esa pausa entre los muertos, ese embudo de luz donde chocan nuestros rostros con toda la violencia del amor.

Porque ella fue congelada en su santidad inviolable, en el calendario de las vírgenes, obligada a abjurar del cuerpo que la sostuvo y sus palabras rodaron entre los censores y los exegetas y los comentadores de la vida de los santos, sus palabras con los bordes gastados para que no molestaran, no dolieran en sus puntas agudas, la formidable y hermosa contradicción que la hizo vivir, respirar.
Tal vez porque ella escribía como si respirara y la respiración plena amenaza el orden constituído, la opresión, la conjura de los poderosos.
Que bajo distintas maneras y signos ha afixiado el aire de estos cuatrocientos años, hasta que perdimos la identidad de nuestros sueños y resolvimos confundirnos con el rebaño, no levantar los ojos, resolvimos también que el miedo era soportable y seguro.
Porque un muerto que es sólo su propia muerte, apenas si conmueve el orden inicuo, apenas si liben una zona pequeña del silencio.
Y es necesario morir con todos los muertos y con todos los vivos a quienes les hacen tragar a sorbos la muerte, hasta confundirlos de huesos polvorientos, el exilio del hambre, de la derrota, de la permanente injusticia.
Palabras que parecen vanas, porque los contenidos del lenguaje envejecieron hasta la podredumbre, no pudieron escapar a esos ciclos devastadores, a la injuria feroz del tiempo.
Tal vez porque fueron usadas contra nosotros, obligadas a ser motivos de escarnio y mofa.
Nadie se animará entonces a repetirlas, porque sólo en los tablados de la farsa se levantan a repartir sus muecas grotescas.
Y es entonces cuando se piensa en esos muertos que murieron entre palabras y en el incalificable sitio de toda muerte.
El lugar donde permanece asida a esos hilos brillantes, a esa incomodidad de no llegar a un puerto definitivo.
Ya que toda muerte es potencia o debe serlo, tiende a escaparse por todos los poros abiertos, alzarse en su majestad pétrea para que nadie la confunda con la vida, nadie deje que sobreviva o sobremuera en sus pedazos.
Hemos asistido a incontables funerales y dado el pésame a deudos dolientes y nuestros amigos yacen con la boca tapada por el olvido en pueblos remotos que se asoman a un río o a un arroyo o a una fuente con ojos de sirena.
Y aún no podemos imaginar que alguien esté muerto.
Quizá porque algo mágico sucede aquí en el sur y tal vez no acabe nunca, los muertos se sientan a conversar en los bares y recitan a Neruda o a Vallejo y hasta toman vino y luego se despeñan en la madrugada, pero nunca están en los cementerios, allí hay solamente polvo y plátanos envejecidos y entonces nadie visita las tumbas, las que se van hundiendo con sus florcitas de papel y la inscripción sencilla que recuerda para otros, nunca para los deudos.
Que a su vez ya fueron y vinieron del polvo y cada vez están más delgados, más hartos de no encontrar un sitio definitivo, un lugar donde echar a rodar esas palabras maduras que guardan dentro suyo y que nunca pudieron ser pronunciadas.
Porque se necesita un sitio más amplio, un lugar lavado de la perfidia del olvido, como si eligiéramos el Valle de Uspallata o el límite de la pampa, cuando se dispersa en un desierto de sal y pierde sus húmedas mazorcas, su esplendor vegetal.
De ahí que hemos preferido callarnos, mientras los muertos tomaban por asalto la tierra prometida, permitían que los confundieran con los vivos y se dejaran matar por el hambre y las revoluciones y volvían a adquirir ese color moreno que es el más hermoso de la tierra y seguramente del cielo.
El sosegado color de la gente morena que habita esta tierra hechizada, donde uno nunca sabe si nace para morir o muere para nacer.
Y donde siempre se habla del hombre nuevo que algún día caminará sobre los huesos de los crucificados, entre calor y las moscas y no sobre praderas cubiertas de verdor.
Como si toda redención tuviera que llegar mordida por los vientos de la muerte.
De tal modo que son pocos los que cantan y muchos los que jadean sobre la cara del crucificado.
Y el hombre nuevo se demora perdido en los laberintos viscosos del error, hasta que alguien lo clava con alfileres en un poema o en un manifiesto y entonces su sonrisa se corroe por el agua de la lluvia que cae con ferocidad y todos lo abandonan y se van en busca de otro hombre nuevo que también deberá llegar pisando los cráneos resecos de las víctimas.
Y todo esto sucede hasta que, como dije antes, se encuentra un muerto que puede contener todos los muertos y aliviarnos del insoportable peso de la memoria, un muerto severo y exacto y hasta hermoso y entonces hay un resquicio donde el canto penetra, una ligera luz, una levedad.
Que no basta pan abrir las puertas del cielo pero al menos es algo como un pétalo de rosa o una piedrecita de color
Y éste tal vez sería el caso de Teresa, porque es como si la hubiera visto morirse ese 4 de octubre de 1582, llevándose con ella el apretado resplandor de los sueños pero a su vez devolviéndole intacto, alcanzando la muerte con todo ese atropello y esa furia hermosa y ese color de castellana recia, acostumbrada a conversar con Dios y a quejare con voces airadas y también a rodearlo con súbitas ternezas, un acoso amante pero de ojos abiertos, de dolor en el pecho.
Sé que en alguna parte hay muertos que todavía no saben qué hacer con su muerte, por ejemplo mi madre que aún se obstina en reclamar su vestido color lila, la pobre querida, o Alejandro que vuelve todos los veranos vestido con hojas de maíz y una máscara de oro como un Dios precario a ofrecerme un aterrador simulacro del estío.
Y qué decir de Carmen que se empeñó en no respirar más y ahora sin aire pretende encontrar un oficiante que le lea a Valéry en perfecto francés y enciende un cigarrillo y sonríe con los dientes brillantes y tan caros que se hizo poner unos días antes de su muerte.
Y qué decir de los otros que aún se balancean en los palos de las horcas y los que están bajo la nieve allá en el sur del sur maldiciendo los ingleses y esperando que alguien encienda un fuego propicio para calentar lo que queda de sus huesos.
Y qué decir de los que están bajo una tumba sin nombre y saltan de los expedientes y de los archivos, tratando de reunirse con su cara, con la manera que tenían de sonreír y necesitan que alguien los llame una sola vez, sólo una vez alguien que los llame Pedro, Juan, Haroldo, Matías, para llegar a ser muertos honorables, esos que dignamente presiden los altares de la conmemoración, los fastos domésticos de las casas que huelen a cebollas y a pájaros de noviembre.
Y qué decir de los que están escondidos debajo de las hojas de los bananeros, pisoteados por lagartos e insectos verdes de grandes ojos líquidos y los que fueron abandonados en los cafetales o en los campos de algodón o sepultados bajo el sol o el cobre y vienen todos los días para mostrar sus piernas ulceradas y redamar vanamente una justicia imposible.
Mientras nosotros nos hamacamos en las guirnaldas de una primavera mestiza que se empolva la cara con granos de arroz y apenas si soporta su corpiño de raso amarillo.
Porque nadie es aceptado si carga con esos muertos horribles que ni siquiera han aprendido a estarse quietecitos debajo de los anchos campos de trébol donde los mandamos a descansar, a golpes los mandamos, ellos no querían, pero igual.
Y entonces por qué está muerta y no los otros, sobre todo si se considera que nos es hora de gastar las palabras y los libros, encerrarse en la casita de nácar con incrustaciones de plata y aspirar el perfume de una santa cuyos limites precisos ya han sido fijados por la Santa Iglesia Católica y por los santos prelados que la inmovilizaron en un solo gesto pan ejemplo y honra de las generaciones venideras.
Y más si se piensa que esas palabras vanas serán dichas en la América india, sucia de sueños y de la tristeza de los sueños.
Y sin embargo nadie nos da instrucciones cuando tropezamos de improviso con unos libros y es justo el día en que nos enteramos de que los últimos geranios han desaparecido de la ciudad, nadie nos dice que tengamos cuidado y nos previene contra la gran sed, aquella que no nos martirizaba desde abril, cuando caían las primeras hojas de los plátanos y había en el aire como una cosa de oro agitándose.
Entonces por qué reprochamos si esa mujer que estaba al morir en un lecho de altos cabezales, sosteniendo un crucifijo, de pronto se ponía a llamarnos con voz áspera y era toda una urgencia de correr, apartando los papeles y los libros y los años y los siglos que se calcaban en su atrocidad viva, oliendo a muerte, lanzados fuera de sí, para llegar a esa agonizante barrida por las aguas del amor, cuya muerte se hinchaba como un capullo para contener todas las muertes, besarlas en la cara y hacerlas brillar a la hora en que todo comienza a amanecer.
Y sin embargo, aún la duda, el dedo del odio sobre el fino papel, el pasado hundido en la basura del presente.
Porque nadie escribe desde ninguna parte para un lector apenas entrevisto en la nebulosa de los siglos.
Se escribe torpemente con la tierra pegada a los tobillos, el olor de la sopa y el llanto de los niños, cerca del río más ancho del mundo, para un hombre o una mujer que ayer se detuvo humildemente en una esquina a aceptar el cielo y el infierno y tuvo miedo de morirse y que su muerte rodara inútil y efímera por el polvo que cubre los campos.
Cómo habrá escrito Teresa, no pensando en nosotros, pero ya conteniéndonos, obligándonos a considerar lo diferente, la posibilidad de marchar a contramarcha o a contravida, destrozando la seguridad de la miel barata que confundimos con el cielo y disputándonos en mitad de la noche, entre la cólera y los gritos.
Para rescatar la voz de los que quieren el verdadero diálogo, el contacto
Lejos de los mediadores y de los que traducen para otros lo que no puede ser traducido, mutilando el verbo, sacándole el pedacito de almendra de lo que les conviene y tirando el resto a la basura, pan que ningún hombre o mujer sospeche que hay otra versión, otra medida del amor, bárbara y terrible.
Que ellos no se atreven a mostrar por qué su sonrisa es abyecta, desdeñan la necesidad de todo hombre de comprender por qué, de preguntar y de esperar.
Y entonces limpiemos a esta santa de sus cáscaras de tierra e incluyámosla en la categoría de los místicos, ordenando sus escritos revueltos por la sed que la devoraba y entonces una línea, una separación y ya no podrá ser tocada, toda palabra que le alcance será considerada sacrílega, oscura, errónea.
Como una letanía repetida por un idiota.
Hasta que alguien decide reunirse con ella, en ese lugar donde la muerte comienza a desnudar las esencias, la fragante arboladura que la sostuvo a través de los siglos.
Y entonces es como un milagro y claro que no lo entienden los que persiguieron herejes y quemaron las brujas apretando los haces de leña debajo de las plantas rosadas y encendiendo el fuego que todavía dura.
Corrompiendo el aire con el olor a carne quemada.
Fuego que tal vez nos alcance, porque nosotros no somos más que esta tierra desvalida, este amor sin protección, esta cosa brillante caída en los pantanos y pueden destruirnos fácilmente, repartirse nuestras vísceras y mostrar el montoncito de cenizas a deudos indiferentes que ya se cansan de guardar tantos montoncitos de cenizas y además tienen miedo de la omnipotencia de los verdugos y de que ese montoncito de cenizas vaya en contra de alguna ley u orden que pulcramente ha establecido en varios incisos la necesidad del olvido y la intrascendencia de los muertos.
Pero nosotros sabemos algo que tilos no saben.
Y eso lo hemos aprendido en la soledad, en la cárcel, en el luto.
Por eso hablamos del milagro con tanta soltura y porque nuestra palabra es liviana va directamente al corazón recio de la madera, al olor de cebollas de las cocineras, a los ojos con tierra y macizos de jacintos de los jardineros.
Y éstas son nuestras excusas y nuestra vergüenza.
Pero también nuestra gloria.
Es como si la hubiera visto morirse, ese 4 de octubre de 1582 y ahora saliera a contarlo, porque es en este final donde todo comienza, es aquí, hoy, en este preciso instante donde sospecho el inicio de la trama, los tejidos que fueron cubriendo el signo desnudo y rojo que yace en un costado de la oscuridad.
Cuando murió Teresa, fuimos con Ana de Jesús a buscar la cera para fijar sus párpados: la Madre priora del convento de Alba de Tormes, Juana del Espíritu Santo, nos instruyó para el lavado del cuerpo y retiró de sus manos crispadas el crucifijo.
Eran las nueve de la noche, jueves, día de San Francisco, que es a 4 de octubre, año 1582, que fue el año en que se enmendaron los tiempos, quitando diez días que andaban adelantados y así al día siguiente se contaron 15 de octubre, presidiendo en la silla de San Pedro, el Papa Gregorio XIII de Gloriosa memoria y reinando en España el católico Rey don Felipe, segundo de este nombre’


Capítulo X de la novela El ruido del viento Vinciguerra, 1994.

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