lunes, 19 de noviembre de 2007

LA MUERTA de "El libro de Juan"

Abrieron el ataúd el 4 de julio de 1583, nueve meses después del entierro. (Padre Francisco Libera. S. J.Libro de la Madre Teresa de Jesús. Libro V. Cap. 1)

Primero removieron las piedras de la tumba. Juan había olvidado los picos y tuvieron que hacerlo con las manos. Estaban preparados para el hedor, los despojos calcinados y el correr de los escarabajos. El ataúd cubierto de cal y destrozado por el filo aplastante de las piedras, perdido en su furtiva noche de ojos de murciélago, desnudó sus maderas roídas y el anuncio de un cuerpo aplastado por la tierra, las olas de la muerte, las criaturas sigilosas de la sombra.

Por los agujeros de la madera el polvo y la cal habían filtrado el terror de la materia tomando los vestidos de la muerta, las hilachas de tela ondeaban entre pétalos podridos. Todo estaba envuelto en un aire tristísimo. Un caballo cerca de la tumba miraba fijamente el cielo, las nubes. Los prelados cuchicheaban lejos, prevenidos contra el espanto de la corrupción, seguros de no hallar un milagro, preservando sus manos, sus narices, el ondear de sus hábitos blancos en la boca caliente del estío. Juan fue el único que se atrevió a limpiar el polvo y la cal del rostro de la muerta. A ciegas por el camino del cuerpo inmóvil fue separando las hojas secas, las astillas de madera, las lúgubres noticias de la tierra.

Empapada en sudor, su mano que olía a naranjas, a sal, a madera verde, recorrió con ternura el cuerpo arrancado de su exilio, el cuerpo frío pero tenso, recogido en su exacta hermosura, vedado a la corrupción de las vísceras, el cuerpo que esperaba, brillante y fijo, quizá para despedirse de las aguas oscuras que bajan a las profundidades, allí donde todo amor es una belleza condenada y emerger, mezclarse nuevamente a los líquidos dorados, las rosas, los perros, la música, los aposentos donde alguien recuerda un perfume, como quien es arrancado en sus raíces más íntimas, expulsado al viento, a la dicha perdida, al error.

Hubo un momento en que Juan y la muerta se confundieron en la magia del tacto, un comienzo sin tiempo de algo oscuro y hermoso, todavía frío, antes que los prelados se acercaran pisando delicadamente las piedras removidas, temerosos aún de esa carne perdida que devolvían al sol frutal del verano, los huesos que tal vez crujieran al mover el cuerpo desarticulado, privado de la gracia de sus tendones, de la dolorosa sonrisa que tiene los que han yacido junto a una fuente. Los pitidos labios sofocados de hierbas, polvo, cal, distanciados de la primavera, apenas si temblaban de esos vientos extraños bajo la luz brutal y sucia del mediodía.

Los prelados hablaban de la muerte, de los hechizos, del perdón y la muerta sentía un perfume peligroso en la nuca, algo como una flor de miedo en el cuerpo de donde habían huido los pájaros, la gracia, la intimidad absurda de la vida. Los miembros habían perdido su espesa reciedumbre de sal y tejidos adiposos y pesaban como plumas, se doblaron al retirar el cuerpo intacto del cofre raído. Juan vio un triángulo lívido
asomarse y cubrió con las telas podridas esa antigua corteza de la vida, esa señal por donde habían andado los humilde dioses de la tierra, pugnando por avanzar, resistir, entre relámpagos de sueños, injusticia, dolor.

Alzó el cuerpo ofrecido que había sido arrancado a la tierra y sus germinaciones y de nuevo se oyó un gemido. No era la muerta, quizá el soplo de las alas de esos habitantes de la sombra que no cesan de llamar, o esa pasión delicada con que el polvo se despedía de su criatura amada allí donde había perfeccionado el olvido y detenido el avance de la corrupción, acariciando el cuerpo y retirándose, las furias ciegas que lo acompañaron hasta su tumba, las ásperas salmodias, los velos de encaje que cubrían la sonrisa cristalizada, los dientes separados en un ruego sin respuesta.

Cuando Juan depositó el cuerpo sobre los lienzos que cubrían la estera, los prelados dejaron oír sus altas voces y un niño asustado manejaba campanillas de bronce y el olor del incienso cubrió ese otro olor frío e inexorable que la muerta despedía, ese olor de adioses interminables, de corazón roído por la sombra. Azuzado por el desamparo Juan miraba ese cuerpo que por última vez flotaba en su sagrada continencia bajo la luz del día, aún tuvo que soportar las tórridas súplicas, las delicadas telas de hilo con que los prelados limpiaban las toscas manos que habían tocado a la muerta, se habían atrevido con esos despojos y los habían arrancado de las piedras, esperando el hedor, la mano desprendida, las moscas y hallado sólo ese recinto frío, esa gema traslúcida, ese helado aposento vedado a la comprobación de la tierra, a los coleópteros, a los insectos voraces. El cuerpo con su presencia de jaula vacía que ahora era arrastrado y luego sería abierto en cientos de fragmentos, como una estatua decapitada, un desierto de voces donde cada piedra hablaría de la distante presencia del mar y la algarabía de los pájaros, las orejas arrancadas limpiamente por donde, ella, la muerta, alguna vez había oído el esplendor de las flautas marinas, el corazón con su raíz de piedra que marcaba los escalones hacia las fugaces estrellas y que había cesado de latir abrumado por toda gracia recibida en la tierra, las manos que pasaron a “vuelo pluma” sobre las letras macizas. Cada uno de esos fragmentos como una memoria separada, un pájaro sin vísceras, en el ara de los altares, en las cajas de vidrio, entre las flores de papel de las monjas, hecho migajas, repartido entre los oscuros vencedores de la muerte.

Cuando el cuerpo fue retirado el paisaje cambió de lugar como si un embudo invernal lo hubiera absorbido. Juan caminó de regreso, ya olvidado, ya prescindible, ya muerto, cubierto de sangre y hojas de roble, caminó sintiendo el peso de la muerta que otros llevaban por los caminos calcinados como un barco empujado por la tormenta. Caminó sintiendo que algo lo había tocado, como una corola ardiente, un sueño. Luego se lo contaría a los perros, a las vacas, a los muertos que yacen en los vasos de vino, a las uñas mordidas por el maldito oficio de los desenterradores, lo diría pensando en esa locura que emerge del fondo de los ataúdes, en ese esplendor que las ratas habían respetado. Pero había algo más, el instante bravío en que él levantó esos huesos, esa carne detenida en sus limites, ese océano cristalizado, esos harapos donde las palabras habían yacido cubiertas de pétalos y pus, la triste historia de la muerta que se había atrevido con los ángeles entre la feroz corrupción, las guerras, las rosas de papel, la imbecilidad y la crueldad y otra vez hablaría como un sórdido peregrino, miles de años después, cuando ya Juan hubiera sido expulsado de la historia, obligado a yacer en su miseria, en el polvo de los pueblos muertos, hablan despiadada, arrogante, sobre los despojos de los prelados, entre las hilachas de las sedas imperiales haciendo sonar los huesos de los vástagos indignos, sobre el cráneo de Juan hablaría, de pie, bárbara y florecida, cuatrocientos años después, cerca una costa donde antes habitaban caníbales y hoy pasean muchachas tristes entre largas avenidas, muchachas con gatos y rifles y nombres dulces y resignados.
Cuatrocientos años.

Como quien estruja una flor, la flor del idioma, la lengua de los reyes, los bárbaros, los judíos, los sacerdotes, los santos los guerreros y la deja caer sobre el río más ancho del mundo pasión y desembocadura, encierro y salida, el engaño y nostalgia, por esa muerta que en julio iba meciéndose bajo áspero sol, cubierta de los estigmas del lodo, sofocada en propio misterio, en la seguridad de una muerte cada vez m lejana, más frágil.
Ella. Teresa. Desenterrada el 4 de julio de 1583.

1 comentario:

ossho dijo...

Edna:
Disfruto la lectura de tus trabajos. Agradezco que me permitas compartir este espacio de lectura.